En el segundo capítulo de nuestro recorrido por esta bucólica región al sur de China, nos dirigimos hacia la villa de Ping’an, incrustada en las remotas terrazas de arroz de Longji, en el condado de Longsheng, a unos 100 kilómetros al norte de Guilin. No sé ni por dónde empezar a contarles la odisea que fue para nosotros llegar hasta allá, pero aquí va:
Eran casi las 8 de la noche cuando mi esposo, mi mamá y yo, nos montamos en un carro rojo fresa, bastante avejentado, vestidos en nuestros abrigos citadinos y con nuestro pesado equipaje a la mano (típico de nosotros los latinoamericanos que no sabemos cómo viajar ligero).
La noche estaba despejada al partir, pero a medida que íbamos subiendo por una montaña de camino destapado y grandes precipicios, la neblina comenzó a cubrirnos. Las luces del carro escasamente lograban iluminar la vía que traía más oscuridad y niebla. Poco era lo que alcanzábamos a ver. Sólo sabíamos que íbamos para arriba en una ruta desconocida y misteriosa que no paró de serpentear por unas dos horas hasta hacer un intempestivo alto.
Confieso que sentí un poco de miedo. El conductor no hablaba una gota de inglés y menos de español y nosotros ni un ápice de cantonés o mandarín. Así que fue un viaje bastante movido e incómodo, con un gran silencio por parte de él y murmullos colmados de grandes interrogantes por parte de nosotros.
Cuando por fin llegamos a lo que pensábamos era la cima, nos esperaban tres señoras mayores vestidas en lo que parecían trajes campesinos o típicos, pero «no se de qué». Lo que si se es que no eran vestimentas occidentales ni atuendos parecidos a los que habíamos visto en Beijing, Shanghai o X’ian. Sus largas y canosas cabelleras marcaban sus arrugados rostros y desgastados dientes; y su delgadez, denotaba fragilidad…pero, ¡ja! ¡Qué equivocada estaba!
En su inglés, hablado a cuentagotas, las señoras nos indicaron que dejáramos nuestras maletas grandes en el baúl del carro y que metiéramos sólo lo necesario en nuestros carry-ons. «¿Están bromeando? Seguro estamos lost in translation«, me dije, pero cuando vi que la orden iba en serio, pensé que habíamos caído en una trampa y que nos iban a robar todo.
Sin embargo, pese a nuestro recelo e incertidumbre, algo nos impulsó a hacerlo y así no más, vimos cómo el conductor dio media vuelta en el carro, llevándose de regreso el resto de nuestras pertenencias. Llámennos ingenuos, ilusos, tarados o lo que se les venga a la mente. Da igual. Yo me repetía las mismas palabras.
Al quedar mi esposo, mi mamá y yo a merced de estas tres «ancianas», nos indicaron que pusiéramos nuestros carry-ons en unas cestas que tenían a su lado. Eran hechas como de pitas, pero bastante gruesas y fuertes, con dos grandes manijas de cuero que salían de su parte trasera. Cada una de ellas metió nuestros carry-ons en sus «morrales home made» y nos empezaron a guiar a pie, por un sendero completamente oscuro, estrecho y empinado en donde sólo, por mis pisadas, podía sentir que eran escalones de piedra; y por lo que tocaban mis manos, que sólo el lado derecho era mi única opción de apoyo, ya que no podía agarrarme de nada por mi lado izquierdo. Esto me dio a entender que bordeábamos un precipicio y no me equivocaba.
Desconfiados de que nos estuvieran llevando al destino correcto y con la triste realidad de comprobar nuestro precario estado físico, la fuerte y helada brisa de mediados de abril, empeoró aún más nuestro ya bajo estado de ánimo. ¿A dónde carajos nos llevan? ¿No habrá otra forma de llegar a Ping’an? ¿Por qué nos trajeron en la noche? Era lo que me repetía con el corazón en la boca. ¿Nos irán a secuestrar? ¡Si nos llega a pasar algo, nadie nos encontrará jamás! ¿Cómo es posible que yo, siendo colombiana y que siempre cuestiono a los turistas que llegan a mi país a visitar los lugares más lejanos y riesgosos a sabiendas de que Colombia es un país inseguro, estuviera haciendo lo mismo que ellos pero en la «conchinchina»? ¡Si salíamos vivos de esto, esta burrada no me la iba a perdonar jamás!
Seguimos subiendo a paso lento pero continuo cuando empezamos a oír agua que caía fuertemente. Extrañamente, en vez de entrar en pánico, me tranquilicé y pudimos ver frente a nosotros un pequeño puente de bambú. ¡Íbamos a pasar por una cascada! Aunque no la pudimos ver, su sonido me dio un poco de fuerza y esperanza, llegando incluso a pensar que ya estaríamos cerca de nuestro destino. Sin embargo, para nuestra decepción, el ascenso continuaba y mi mamá empezó a sentir que se le iba el aire.
Les indicamos que nos dejaran descansar un rato. Así que paramos por unos minutos y luego pasamos por unas casitas de madera que se veían a media luz. Mantenían sus puertas y ventanas cerradas, como si se tratase de un aldea fantasma. Una de las campesinas ayudó a mi mamá a seguir subiendo hasta que vimos en la cumbre, una casa más grande que ondeaba la bandera china. ¡Luego de 45 minutos, por fin habíamos llegado!
Al abrir la puerta del hostal nos encontramos con turistas vestidos apropiadamente para este tipo de viaje (con back packs, ropa de trekking, botas todo terreno y chaquetas corta vientos) departiendo en el pequeño restaurante junto a la recepción. Las campesinas sentaron a mi mamá y la urgieron a tomar una bebida caliente que la recuperó de inmediato. Al preguntarles qué le habían dado, me respondieron: «hot water». Sólo le había dado agua caliente. Mi mamá no lo podía creer. Era como si esa agua hubiera sido una poción curativa. Le había vuelto el alma al cuerpo y su respiración había vuelto a la normalidad.
Muertos de cansancio subimos a nuestras habitaciones a dormir en este «recóndito lugar». Al menos así lo catalogamos. Caímos como rocas, pero a la mañana siguiente, toda esa montaña rusa de emociones de la noche anterior había valido la pena al abrir las cortinas de mi ventana.
¡¡WOW!! ¡Chris, mira esto! El sólo recordar el paisaje me eriza. Salí corriendo a la habitación de mi mamá para avisarle, pero ya ella tenía sus ventanas abiertas y la encontré hipnotizada por la imponente vista que se le presentaba a sus pies.
No nos habíamos dado cuenta de que la noche anterior habíamos llegado a la cima de las terrazas de arroz. Una obra del hombre guiada por la mano de Dios, de 180 grados de onduladas alfombras verdes, esculpidas en las laderas, escalonando hasta perderse en el infinito, construidas entre los siglos XIII y XIV por los grupos étnicos Zhuang y Yao cuyos descendientes aún ocupan la región.
Ya desayunados con la comida más rica que degustamos en todo el viaje (la culinaria local es exquisita, mucha cocida dentro de tubos de bambú frescos), salimos a dar una vuelta por Ping’an, la cual está comunicada por puentes colgantes, caminos de piedra y escaleras de madera y pese a que había varios puntos de observación, desde cualquier lugar de la aldea podíamos apreciar las terrazas.
Su belleza encajaba armoniosamente con su entorno, como una pieza de rompecabezas. Era tan pintoresca, primitiva, acogedora y tan cerca del cielo a la vez… Los aldeanos parecían vivir en completa armonía y cómo no, si viven rodeados de su sustento hecho hogar por cientos de años.
Al pasar por una de las viviendas me llamó la atención ver a un niño de tan sólo unos dos o tres años picando un vegetal con un afilado cuchillo. Su madre al lado, imperturbable. Tanto la maestría del niño como la confianza de su madre en el manejo del cuchillo por parte de su pequeño, me dejaron desconcertada.
Pasamos nuestro día cruzando con prudencia y éxtasis por igual, los puentes colgantes, subiendo y bajando escaleras y respirando aire puro. También visitamos un mirador y luego descendimos por el mismo camino estrecho que habíamos tomado la noche anterior. Qué diferente se veía todo bajo la luz del sol. Cruzamos el puente de la cascada y pudimos apreciar los «temidos» precipicios que en realidad eran los linderos de las terrazas de arroz.
Cuando llegamos a donde habíamos comenzado nuestra odisea nocturna, encontramos a nuestro conductor, en su avejentado carro rojo fresa, con nuestras maletas grandes en su baúl. Esta vez, mi burrada terminó siendo una emocionante experiencia y me la perdoné por completo.
Fin de la Parte 2
PS En la Parte 3 y última de nuestro viaje por Guangxi Zhuang les contaré sobre nuestra mágica y misteriosa pesca nocturna con cormorán.
Muy bien relatado. Fue como vivirlo de nuevo. Me reí muchísimo de todos los eventos nocturnos iniciales, (oh diferencia con el momento real). Espero la tercera parte tan emocionante y misteriosa cómo está.
Muy bien relatado. Fue como vivirlo de nuevo. Me reí muchísimo de todos los eventos nocturnos iniciales, (oh diferencia con el momento real). Espero la tercera parte tan emocionante y misteriosa cómo está. Felicitaciones!
Jejejeje…
Gracias por regalarme un rato de esparcimiento mental, y un viaje virtual. Super interesante, la felicito por esa cronicas llenas de unas vivencias inigualables.
Mis respetos por esa prosa libre y de alta calidad, que conducen al lector a ser partícipe de la excursión; más bien un trabajo de campo conjunto.
¡Muchísimas gracias Álvaro! Me alegro que lo hayas disfrutado y gracias por los cumplidos. Slds, Vanessa
MUY interesante el artículo. Qué aventura tan increible. Tienes que contarnos más.
Gracias Leonor. Seguro que si. Falta la parte 3. Slds, Vanessa