Hace 14 años mi esposo, mi mamá y yo llegamos a la ciudad de Guilin, provenientes de Xi’an, cuna de los soldados terracota, luego de unas dos horas de vuelo. El ambiente que nos recibió contrastaba fuertemente con el de Beijing y Shanghai, pese a ser Guilin igualmente una ciudad industrial. Sin embargo, sentimos que respirábamos un aire más puro. Habíamos llegado al campo. ¡Y qué campo! Nos encontrábamos al sur de China, más precisamente en la región autónoma de Guangxi Zhuang en donde aún sin chequearnos en el hotel, nos embarcamos en un hermoso paseo en bote por el río Li. Este fue el abrebocas de uno de los lugares más hermosos que he conocido.
En la tarde nos trasladamos a Yangshuo, un municipio a unos 80 km al sur de Guilin famoso por sus colinas escarpadas o carsos. A la mañana siguiente daríamos otro paseo fluvial, esta vez un poco más primitivo: en una balsa de bambú.
Ya había entrado la primavera y sin embargo, el frío de mediados de abril me quemaba la cara y enfriaba mi abrigo, mis guantes y mis pantalones, pero no me importaba, porque me encontraba frente al paisaje más hermoso que mis ojos jamás habían visto: el río Yulong, que como un espejo color esmeralda, reflejaba el campo con sus cultivos y montañas kársticas, un conjunto de colinas de caliza formadas por la acumulación de depósitos calizos en el fondo de un mar interior que antes cubría esta meseta china. Luego, los movimientos tectónicos produjeron que las aguas se retiraran y emergieran estos montes.
Este paisaje de ensueño estaba como suspendido en el tiempo, alejado de la contaminación de las grandes ciudades y de sus rápidos pasos. Un verdadero paraíso terrenal.
Nunca me había subido a una barca de bambú y no me imaginaba cómo podía mantenerse a flote sin problema. Luego aprendí que el bambú, así como es de flexible, es supremamente fuerte.
Comenzamos el suave recorrido con un balsero de mediana estatura y poco fornido quien, pese a su aparente frágil estructura corporal, nos impulsaba con fuerza con un largo y angosto remo de bambú. Tenía miedo de que nos fuéramos a voltear, así que de cuando en vez, le echaba un vistazo. Para mi sorpresa, no se inmutaba. Con un cigarrillo encendido en la boca, miraba hacia el frente, empujando y empujando sin prisa. Su concentración y apacible seguridad, me dieron tranquilidad. A medida que avanzábamos, dejábamos atrás a los granjeros, quienes bajo sus sombreros cónicos, realizaban su rutina diaria arando los cultivos de arroz con bueyes y picando la tierra, a unos cuantos metros de la orilla.
La serenidad con que flotábamos en esta rudimentaria barca de 10 cilindros y dos sillas, me dio una paz única. Peces nadando en las claras aguas del río manso, el sonido de una pequeña cascada, la suave brisa que acariciaba la maleza, se unían a este momento, que para mí, era surreal.
Quería absorber todo, absolutamente todo lo que me rodeaba. No quería que acabara este trayecto mágico de 3km hasta que de repente me invadió el miedo al ver que nos tocaría cruzar una pequeña esclusa que atravesaba los 40 metros de ancho del río. Me pregunté si ahora sí nos caeríamos de la balsa.
Volteé a mirar al barquero nuevamente. Esta vez con el corazón en la boca. Mis ojos abiertos de par en par le preguntaban si pretendía cruzarlas o si podíamos dar vuelta atrás, pero el barquero continuó mirando hacia el frente, imperturbable y en aparente control de la situación. Su cigarrillo estaba casi por volverse colilla, sin embargo, lo seguía sujetando hábilmente en la boca, cerca de la comisura derecha de sus labios. Era como si el silencio y la quietud del mismo paisaje lo mantuvieran en otra dimensión, a tal punto que empujaba la barca mecánicamente, como un robot que no se dejaba acelerar ni ralentizar por nada, solo hipnotizar por la belleza del lugar.
Empezamos a cruzar la esclusa y mi reacción fue subir las piernas para impedir que se me mojaran los zapatos y el pantalón. Hice bien. Era lo único que se necesitaba hacer. El cruce fue fácil, controlado y rápido. Más fue el susto de la anticipación por algo que desconocía, así que seguimos tranquilos disfrutando cada carso, tan imponente pero humilde a la vez, tan lleno de vegetación y tan particular.
Continuamos el paseo felizmente hasta divisar otra pequeña esclusa. Sin embargo, esta vez ya era una «pro» y pude vivir el momento con libertad y éxtasis. La proa de mi barca de palos se sumergió en el agua nuevamente, levanté mis piernas segura de que los cilindros de bambú pronto saldrían a flote y nos nivelarían, pero al dejarme llevar por la emoción, los zapatos y la vasta de mi pantalón se mojaron un poco. No importaba. Un precio bajo para una experiencia sin igual.
El recorrido llegaba a su fin. Veía a lo lejos a otros turistas que desembarcaban de sus balsas en un rústico muelle que descansaba, sosegado y sin pretensiones, sirviendo de manera humilde a su majestuoso entorno.
Fin de la Parte 1.
PS En la segunda parte de nuestra visita a Guangxi Zhuang, les contaré sobre las terrazas de arroz en Longji.