Hace 12 años hice un safari junto a mi esposo. Recuerdo pensar que iba a llegar a un lugar inhóspito, sin un solo árbol que me diera sombra y en el que me tocaría estar alerta todo el tiempo por si algún animal se me llegara a acercar, pero estas suposiciones desaparecieron desde el primer día que aterricé en Tanzania.
Volé unas diez horas desde Londres a Dar es-Salaam, una de las ciudades más importantes de Tanzania, el hermoso y pacífico país ubicado en el sudeste de África a orillas del océano Índico. Estaba agotada, ya que me pongo muy nerviosa en los aviones. Sin embargo, escasamente tuve tiempo de descansar porque al poco tiempo de llegar, tuve que tomar una avioneta para llegar hasta Arusha, cerca a la frontera con Kenia.
Chistosamente, las avionetas me encantan y pasé dos horas admirando el fértil paisaje africano. Unos verdes que cambiaban de tonalidad, pero manteniendo siempre su frescura. Era mayo y desde esa pequeña localidad de clima templado, comenzamos nuestro viaje de 10 días. Esa noche caí como una roca en un cómodo y lindo hotel en donde nos atendieron como reyes.
A la mañana siguiente, nuestro guía/conductor, un robusto moreno, nos esperaba en un Land Cruiser para llevarnos al Parque Nacional del Lago Manyara, una zona protegida y declarada reserva de la biosfera, ubicada a 2h15min al norte de Arusha. Allí nos quedamos unos días y fuimos recibidos por cientos de elefantes, jirafas, impalas, gacelas de Thomson, ñus y primates, principalmente babuinos, mandriles y monos azules.
Era la primera vez que veía jirafas en su hábitat natural y así de cerca. Son tranquilas y silenciosas. Como si nada en el mundo les pudiera quitar su paz. Todas se ven exactamente igual, pero ¿sabían que las manchas de las jirafas son únicas? Son como nuestras huellas dactilares y cada una de ellas nos ayudan a saber si una jirafa es joven o vieja. Entre más oscura es la mancha, más vieja es.
Luego de nuestra introducción al reino animal, llegamos al Lake Manyara Serena Safari Lodge, ubicado sobre una pequeña colina. La vista da justo al lago, el mayor atractivo del área. Sus cabañas son redondas y elevadas con habitaciones amplias y coloridas, muy limpias y con mosquiteros sobre las camas. Una excelente opción para hospedarse.
Luego de dos días en el Lago Manyara, continuamos hacia el norte por 5h30min en carreteras sin pavimentar, hasta llegar al Parque Nacional Serengeti, una vasta zona de 13,000 km2 de tierras planas y dispersos bosques, para presenciar uno de los espectáculos más impresionantes de la fauna salvaje, la Gran Migración Serengeti-Mara, que ocurre anualmente entre la Reserva Nacional Masai Mara en Kenia, el Ngorongoro y el Serengeti, en donde millones de ñus, cebras y otros animales, realizan un largo recorrido para tener sus crías y buscar comida.
Durante esta época del año, la migración se encontraba en el Serengeti (no recuerdo en qué parte exactamente). Por donde mirábamos había acción y nuestras emociones iban cambiando de acuerdo a lo que íbamos presenciando: tiernas escenas de gigantes manadas de animales, imágenes de tensión con grupos de depredadores al acecho, corriendo tras su potencial presa y cuerpos de animales tirados como sacos de papa en la arena, siendo devorados por sus cazadores y rodeados por buitres.
Otro aspecto fascinante del Serengeti es que allí se pueden encontrar a los «Cinco Grandes» animales, llamados así por los primeros europeos que llegaron a cazar a África. Estos son el león, el leopardo, el elefante, el rinoceronte y el búfalo cafre.
También se pueden ver muchas hienas, guepardos y elefantes, estos últimos muy diferentes a los elefantes asiáticos. En este safari aprendí que el elefante africano es más agresivo y más pesado, sus orejas son más amplias y sus colmillos más largos.
Poder ver a los elefantes a tan solo unos cuantos metros de distancia, es indescriptible. Muchos iban con sus crías. Tranquilos, pero alerta a la vez. Su majestuosidad y sabiduría, lo deja a uno boquiabierto.
Como muchos otros animales, los elefantes también se encuentran en vía de extinción debido a la caza y al deterioro de su hábitat. En la actualidad hay cerca de 500,000 elefantes africanos cuando a principios del siglo XX había unos 10 millones.
Uno de los highlights del safari fue el viaje en globo. A las 5 de la mañana salimos al lugar de despegue para alzar vuelo al amanecer. La sensación de volar bajo, rozando la copa de los árboles, apreciando la fauna salvaje del Serengeti, bajo la débil luz de un sol saliente, es fuera de este mundo.
Solo tres globos se divisaban en el aire. Yo iba en uno de ellos. Desde las alturas mis ojos no lograban visualizar los confines del Serengeti, pero si la variedad de fauna que se agrupaban en manadas. Búfalos corriendo, hipopótamos en el agua, impalas, jirafas, elefantes, leones y demás animales, fueron la constante en este recorrido aéreo.
La libertad y serenidad que sentía desde arriba solo se interrumpía con el sonido del fuego que impulsaba al globo. Un línea de 4x4s serpenteaba tras nosotros mientras nuestro guía se comunicaba con cada uno de sus conductores para avisarles el lugar de nuestro aterrizaje: un campo abierto en donde al desembarcar, nos encontramos con una mesa servida con comida típica y guardas cercándonos para evitar que cualquier animal se acercara. ¡Estábamos listos para desayunar!
Me imagino que probablemente algunos se estarán preguntando cómo hice para ir al baño en un lugar tan expuesto. Pues les cuento que entre la carga que traía la fila de carros que nos seguía, trajeron dos baños portátiles y lo chistoso de esto fue que a cada baño le pusieron un letrero que decía: «loo with a view» (baño con vista) bajo una especie de claraboya puesta en sus puertas. Ingenioso, ¿no creen?
Otra de las tantas cosas que aprendí en el safari es que el hombre es el intruso en estas tierras. El lodge en donde nos hospedamos en el Serengeti estaba conformado por una recepción ubicada en el centro en donde a la vez estaba el comedor, la piscina y el business center (área de internet) y alrededor de ella, se encontraban las cabañas de los huéspedes, también elevadas como las del Lago Manyara.
Para uno poder ir de la habitación a la recepción y viceversa había que avisar antes para que uno de los guardas nos acompañara ya que cualquier animal podía acercársenos tal como había ocurrido el mes anterior a nuestra estadía cuando un búfalo atacó a un adolescente. «Si se les aproxima un búfalo, tírense al piso ya que sus largos cachos le impedirá atacarlos», nos indicó el guarda, quien llevaba una escopeta para ser usada solo en caso de emergencia.
Siempre había visto imágenes de búfalos asiáticos siendo utilizados para la siembra, pero el búfalo africano, es otra historia. Allá es considerado uno de los animales más peligrosos, ya que es el único que no le tiene miedo de acercarse al hombre.
Luego de un largo día de safari, decidimos ir a la piscina del lodge. Mientras estaba tumbada en una de las asoladoras, vi a una pequeña culebra verde limón que casi no podía diferenciar de las hojas de un árbol bajo que se encontraba frente a mí. Despavorida, salí corriendo a avisarle al guarda que había una culebra. Encogiéndose de hombros me contestó que no podía hacer nada al respecto. «Este es un parque nacional y los animales no se tocan a no ser que nos estén atacando. Busque otra asoleadora lejos del árbol».
Y tenía razón. ¿Acaso ya no me habían advertido que el intruso era uno?
Seguimos nuestro viaje hacia nuestra última parada: el cráter del Ngorongoro. En la vía vimos en varias ocasiones a los masai, una de las tribus más importantes de África, arreando ganado. Son altísimos, delgados y según nos contó nuestro guía, en la cultura masai, cuando un joven guerrero pasaba a convertirse en hombre, debía matar a un león. Hoy en día, hacen lo contrario, los protegen.
Cuando finalmente llegamos a nuestro destino, mis ojos no podían creer lo que veían: una gigantesca caldera volcánica de 260 km2, con unos 25,000 animales de diferentes especies, su propio ecosistema de bosques, sabanas, pantanos, tierras áridas, fértiles y hasta diferentes pisos térmicos.
La vista es tan impresionante que mi cámara no pudo captarla en su máxima expresión. Sin embargo, me senté largo tiempo desde la cima para intentar digerirla en su totalidad.
Nos alojamos en un lodge al borde del cráter. A la mañana siguiente estaba lista desde temprano para descender al cráter con nuestro todoterreno por un sendero angosto, serpenteante y rocoso. Casi no me atrevía a abrir los ojos del miedo que me daba el solo pensar que si nuestro 4×4 se salía tan solo un poco del camino, terminaríamos 600 metros abajo, destrozados.
Luego de 45 minutos de pánico, llegamos al interior del cráter. Un mundo de paz, armonía y naturaleza viva en todo sentido. Allí pudimos ser testigos silenciosos de la leyes inquebrantables del reino animal cuando un guepardo se agachó lentamente, en preparación para saltar sobre una cebra. El ambiente estaba tan tenso que se podía cortar con un cuchillo.
Bajamos dos días seguidos para poder cubrir todo el interior de la caldera y cada vez descubríamos algo diferente. El último día tuvimos la fortuna de encontrar al rinoceronte, el único de los «Cinco Grandes» que se nos había estado escabullendo.
Felices de haber podido apreciar a los animales en su hábitat natural y no tras las rejas como los hemos visto en los zoológicos desde pequeños, emprendimos nuestro regreso a Dar es-Salaam para tomar nuestro avión rumbo a Londres.
Pero faltaba la cereza del pastel. Para mi sorpresa, el viaje nos regaló un último espectáculo. Esta vez, desde el cielo: la hermosa visual del Kilimanjaro, la montaña más grande de África, ubicada al noreste de Tanzania. Así que, contrario al refrán que reza: «Si la montaña no va a Mahoma, Mahoma va a la montaña», esta vez el Kili, como le llaman, vino a despedirse de nosotros.
Me encanta la forma como escribes
Muchas gracias. Me alegro hayas disfrutado la lectura.